Capítulo 11
Published by La Premonición under on 20:04El Paseo
Mientras paseaba por el bosque, Anne no podía dejar de pensar en lo furioso que estaría Luke cuando descubriese que había salido. También pensaba que él iba a sentirse satisfecho por el hecho de que había “escapado” después de su amenaza. Se había dado cuenta hacía tiempo de que Luke era del tipo de personas a las que les gustaba ser temido y respetado de una manera casi reverencial.
Ella se había propuesto hacer a un lado sus miedos y tratarlo como hubiese tratado a cualquier amigo suyo (eso no significaba que tuviese muchos. Sólo Solomon y Juliette eran dueños de ese apelativo) pero aun así no dejaba de sentir escalofríos cada vez que lo miraba a los ojos, cuando estaba cerca de él, o cuando recordaba cuanto él la detestaba por ser una terrana y todas las amenazas que había lanzado en su nombre.
Luke era escalofriante la mayor parte del tiempo, pero habían momentos en los que era amable, incluso se podía decir que hasta tierno. Anne estaba segura, o por lo menos quería estarlo, de que lo que pasaba con Luke era que él pensaba que todas las personas a su alrededor iban a lastimarlo. Quizás ese miedo fuese debido a su orfandad, a la ausencia de su familia biológica y, por supuesto, de crecer bajo el cuidado de Edna (porque estaba segura de que la mujer no era precisamente el ser más amoroso de todo el mundo, por más que quisiese aparentar lo contrario).
Por esa razón, impulsada por el hecho de que Luke no podía hacerle daño, se había propuesto entablar una relación con él. Tal hecho no significaba que ya no le tuviese miedo o que pensaba que a base de intentar entablar una conversación con él y furtivos acercamientos, iba a lograr cambiarlo. Sólo significaba que ella estaba tratando de combatir el miedo que sentía por él y la agonía que le provocaban la incertidumbre y el encierro en esa casa.
Además de todo, estaba el extraño fenómeno que ocurría entre ellos dos cada vez que tenían el más mínimo contacto físico; Anne creía fervientemente que por su parte, sola y sin recursos, nunca iba a poder descifrar ese acertijo. En cambio, si Luke la ayudase, todo sería más fácil y distinto.
Movió la cabeza para despejar esos pensamientos y se dirigió hacia una parte del bosque que desde su alejada posición se veía más iluminada gracias a la luz de la luna. Estaba siguiendo un camino recto, sin dejarse arrastrar por los amplios senderos del bosque o los páramos que veía alumbrados a lo lejos, para así no perderse y poder regresar a la casa de Luke sin problemas. Además, era un paseo corto, sólo unos cuantos metros lejos de la casa para despejar su mente y apreciar un poco la verdadera belleza del paisaje que percibía cada noche a través de la ventana del salón.
Al llegar a su destino se quedó sin palabras. Estaba en un claro en donde las copas de los arboles eran menos frondosas y estaban más separadas las unas de las otras, por lo que se podía apreciar un amplio trozo de cielo. Este estaba plagado de brillantes y titilantes estrellas y la luna, redonda y hermosa, estaba en lo alto, alumbrándolo todo con su luz plateada. Podría decirse que era la viva imagen de un lienzo de Van Gogh, salvo por los colores, que diferían. Ella siempre había sido amante de su obra Noche Estrellada, por lo que al alzar la cabeza y ver esas estrellas, que eran como brillantes lámparas en el cielo, no pudo evitar pensar en la pequeña replica de la obra del pintor que colgaba en la pared de su habitación.
Anne estaba extasiada. Nunca había visto un cielo tan hermoso, mucho menos una luna tan grande. Era, en comparación con la de la Tierra, tres veces más grande; quizás un poco más. Parecía el capricho de un pintor, que había querido plasmar su noche de ensueño en el oscuro cielo del Hellaven.
El frío viento agitó las copas de los arboles, sacándole lastimeros susurros y llevándose consigo unas cuantas hojas, alborotándole el cabello a Anne en el proceso. Esta, para impedir que siguiese azotándose contra su rostro y cuello, se cubrió la cabeza con la capucha de su suéter y trató de mantener su cabello cubierto con él.
Justo en ese momento, ella se percató de algo: no tenía frío, a pesar de que la briza agitaba su holgada vestimenta. Antes, en los primeros días de su estadía en el Hellaven, ella no podía comprender como los habitantes de ese mundo podían vivir cómodamente en ese lugar porque, a pesar de los hechizos de calor que Edna había puesto en su casa (en realidad, sólo había reforzado los existentes), Anne seguía muriéndose de frío. Tenía que abrigarse con varias capas de ropa y dormir cubierta por varias sábanas y mantas para poder sobrevivir.
En casa de Luke, por el contrario, y como él dominaba el fuego, no tenía tantos problemas (excepto la noche en la que Cecil lo había atacado. En el mismo momento en el que Luke cayó al suelo desmayado, la temperatura de la casa había caído en picado, haciéndole pensar, incluso, que moriría congelada en pocos minutos si Luke no despertaba pronto. Por suerte, esa vez, y a pesar de lo furioso que estaba, Cecil optó por volver a poner los hechizos de calor antes de desaparecer de la casa. Si no hubiese sido por eso, no sabría que hubiese sido de ella).
Pero ahora, en medio del bosque y sólo con un ligero suéter como abrigo, no sentía la más mínima sensación de frío. Incluso podía darse el lujo de decir que la temperatura era agradable, perfecta para un paseo nocturno o para sentarse en el pórtico de entrada con los amigos.
De pronto, un ruido la sacó de sus cavilaciones, asustándola. Parecía el ruido de una rama seca al partirse en dos. Se movió sobresaltada, girando la cabeza hacia todos lados tratando de encontrar a quien (o lo que) había hecho ese ruido. Su mano derecha inconscientemente se dirigió a su pecho, hacia el lugar en el que descansaba el dije en forma de corazón que le había regalado Cecil hacia unos cuantos días, y lo apretó fuerte entre su mano.
Cuando su cerebro reaccionó y le envió a su cuerpo la orden de que saliese corriendo, ya era demasiado tarde.
***
Adrian había estado tan cansado y sorprendido por todo lo que había ocurrido desde que había abierto los ojos, que no se sentía con ánimos suficientes como para estar en su casa simulando que nada le pasaba. En primer lugar, sus padres eran demasiado perspicaces como para darse cuenta de que fingía y mentía descaradamente. Y en segundo lugar estaba su hermana, Ariadnna, que era tan hermosa como entrometida.
En realidad, la joven era solamente curiosa, y se preocupaba en exceso por su hermano. Ella era menor que él por unos escasos dos años pero lo trataba como si ella fuese la persona más vieja en esa casa. Aunque él debía admitir que no le molestaba, por lo menos no la mayor parte del tiempo. Pero cuando Ariadnna se ponía en plan “voy a saber lo que te sucede aunque sea lo último que haga en la vida”, él prefería estar lejos de ella.
Por esa razón había salido de su exageradamente enorme casa y se había dedicado a pasear por el Hellaven. Era muy tarde, y la noche estaba especialmente fría ese día, pero a él eso no parecía importarle. Al contrario, este hecho pareció gustarle, ya que así podría tener algo más de privacidad. A los hellavenianos no les gustaba pasar mucho tiempo a la intemperie, porque el frío era realmente insoportable.
Su casa estaba apartada de las demás casas del Hellaven, protegida por una altísima muralla hecha con enormes y pesados rectángulos de piedra caliza y grandes puertas de hierro hermosamente forjado y pintado de dorado. A su alrededor, habían montones de altísimos y frondosos árboles que resguardaban la edificación, ocultándola de la vista de los curiosos. Era una manera de decirle a los hellavenianos que tuviesen la idea de ir a darse una vuelta por sus alrededores (los que lograsen pasar el riguroso sistema de seguridad que rodeaba todo el perímetro), de que no tenían permitida la entrada. Por supuesto, esto no solía ocurrir. La gente prefería darle su espacio a la fuente de poder del Hellaven, es decir, al Reinado.
Adrian Nightingale, obviamente, era el príncipe y futuro Rey del Hellaven. Era un hombre extremadamente atractivo y aparentemente joven, a pesar de tener más de cien años. Era alto, de cuerpo imponente y atlético debido al entrenamiento al que se sometía desde que era joven. Su piel era de un blanco cremoso y perfecto, como la de las muñecas de porcelana. Sus ojos, tan azules y brillantes que parecían resplandecer, eran ligeramente rasgados. Su cabello tan oscuro como la noche, era corto y estaba prolijamente peinado hacia atrás. Vestía, como era una costumbre entre sus similares, ropas inmaculadamente blancas lo que le daba cierto aire etéreo y celestial.
Podías decir, incluso, que era un ángel caído del cielo.
En cuanto a su personalidad, su apariencia no tenía nada que ver. Adrian era estricto y serio, y era respectado por todo el mundo (incluso por Ariadnna). Él era un hombre que a pesar de su apariencia juvenil y etérea, se hacía respectar y temer por sus subordinados con cada paso que daba, cada gesto suyo. Y aunque su padre era el Rey y la cabeza de todo el Segundo Reino, adrian era quien daba las órdenes la mayor parte del tiempo y el que tenía contacto directo con la temida Guardia.
En pocas palabras, adrian, al igual que Luke, eran temibles demonios con apariencia de ángeles. Un rasgo para nada favorecedor en ninguno de los casos.
Mientras caminaba por el bosque, se puso la enorme y holgada capucha de su capa sobre la cabeza para ocultarse, al tiempo que sus ropas pasaban del inmaculado blanco al negro. No quería que nadie reparase en su presencia esa noche, mucho menos los sigilosos miembros de la Guardia, que de una manera u otra, lograban salir de cualquier lado e interrumpirlo con sus tonterías sobre seguridad.
Cuando pisó una ramita seca y escuchó un gemido de sorpresa, no pudo evitar maldecir por lo bajo. Sigilosamente trató de darse la vuelta y escapar antes de que la persona que estaba por los alrededores quisiese acercarse para averiguar qué había producido el ruido, pero el acelerado latido de un corazón captó su atención.
Estaba seguro de que no era ningún animal ya que esa zona estaba libre de ellos. Además, el corazón de un animal, por mas asustado que estuviese, no podría latir de la misma forma en la que este lo hacía, mucho menos transmitirle ningún tipo de sensación o emoción. Él casi podía oír el sonido de la sangre siendo bombeada aceleradamente; el sonido de su respiración, que pronto se había convertido en un jadeo. Incluso podía sentir el terror de quien estaba ahí.
Y la sensación era bastante placentera. Era algo realmente inolvidable, como el alivio que sientes después de descubrir que eso que habías visto no había sido más que una terrible pesadilla y que nada malo iba a pasarte ya que estabas protegido bajo tus cobijas. O como cuando suspiras de placer al percibir el olor de tu postre favorito, ese que había inundado toda tu casa.
Aun le parecía extraño sentirse de esa forma cuando percibía el miedo de los demás. La gente prácticamente estaba haciendo sus necesidades fisiológicas en los pantalones y él estaba feliz, como si se hubiese lanzado un hechizo de la felicidad.
La primera vez que había sentido una emoción tan fuerte, una que no tenía nada que ver con él, había tenido cinco años y había estado jugando con su hermana en el jardín. Después de un tiempo de quejas y llanto por parte del niño, de encerrarse en su habitación para no tener el más mínimo contacto con los demás habitantes de la casa, su padre había decidido que era tiempo de que aprendiese a controlar las emociones que percibía de las personas a su alrededor.
“Vas a tener que vivir con este don el resto de tu vida, Adrian, así que tienes que empezar a dominarlo. Además, estoy cansado de escuchar tus gritos y quejas cada vez que pones un pie fuera de tu habitación”.
Así que Aaron Nightingale, Rey del Segundo Reino, había llevado a su hijo a la Tierra una noche. A Diane, su esposa, no le había gustado la idea pero por más que se lo había dicho a su esposo, este la había ignorado. Y sabiendo de sobra lo que ambos, padre e hijo, iban a encontrar en la Tierra, la desolación y miseria que reinaban en ese desafortunado lugar, había decidido ir a buscar a su primogénito y llevarlo de vuelta a casa.
Cuando los había encontrado, había tenido que contener el impulso de clavarle un puñal a Aaron en el corazón. Adrian había estado rodeado por un enorme grupo de gente demacrada, famélica y con apariencia de haber usado las mismas ropas y zapatos durante mucho tiempo, que lo miraban como si él hubiese sido el festín que ellos habían estado esperando desde hacía un largo tiempo. Daban pasos lentos hacia él, mientras estiraban sus temblorosos brazos, como si de esa forma pudiese asegurarse un trozo d aquel festín.
El niño había estado arrodillado, con sus manitas aferradas a ambos lados de su cabeza, cubriéndose sus sangrantes oídos. Sus mejillas, al igual que la pechera de su antes nívea camisa, estaban manchadas de sangre; sangre que salía de sus ojos en forma de lágrimas.
Se había revolcado en el suelo, gritando a todo pulmón, mientras se apretaba fuertemente la cabeza y se tiraba del pelo. Sus ojitos habían estado fuertemente cerrados y su rostro había estado crispado por una fea mueca de dolor. Diane había tratado de ir hacia él y ayudarlo, pero Aaron no se lo había permitido; le había dicho que eso era algo que el niño tenía que hacer solo. En ese momento ella lo odió más que en cualquier otro momento.
Adrian había pataleado y lanzado golpes al aire, luchando contra las personas a su alrededor que trataban de lastimarlo. Sólo cuando todo movimiento cesó y sus brazos cayeron laxos a su lado, Aaron soltó a Diane y le permitió acercarse al niño. Él, por el contrario, no lo hizo, sólo se limitó a ver la escena desde su preferente posición.
La Reina, sin la menor compasión, hizo un movimiento con su mano derecha y lanzó a las personas que rodeaban a su hijo contra un edificio que a duras penas se mantenía en pie, haciéndoles perder el conocimiento y sufrir graves daños en sus frágiles cuerpos. Ellos habían sido los causantes de que su pequeño terminase de esa lamentable forma, así que había querido vengarse.
Se inclinó hacia el niño y lo levantó en brazos, desapareciendo del lugar después de haberle lanzado una rabiosa mirada a su esposo.
Lo que el Príncipe recordaba de eso era haberse despertado varios días después sobre su mullida y cálida cama, con un increíble dolor de cabeza y varios vendajes en el cuerpo. Sus padres y su hermana, al igual que el Oráculo y unas cuantas hermanas de la Casa Dorada habían estado rodeando su cama y lo habían estado mirando con una extraña expresión pintada en sus rostros, mezcla de nerviosismo y expectación.
Desde ese día había sentido con menos intensidad los sentimientos y emociones de las personas a su alrededor, haciéndole mucho más sencilla la tarea de dominar sus poderes y socializar con los demás. Es más, desde aquel evento en la Tierra, cada vez que sentía el terror, el miedo y la desesperación de alguien, se sentía ligero, como si le hubiesen quitado un peso de encima. Y mientras más fuerte era el sentimiento percibido, mayor era su felicidad y mejor se sentía.
Quizás fue debido a eso que se animó a salir de su escondite y acercarse a esa aterrada persona que estaba en el claro. Los dioses sabían que necesitaba sentirse mejor, y qué mejor que un aterrado hellaveniano para ayudarlo con sus problemas.
“¿Quién anda ahí?”, escuchó que preguntaba, con un tono de voz que pretendía no dejar entrever sus emociones. Su voz era suave, con un ligero matiz infantil. Incluso podía asegurar que la muchacha era bastante joven (ella era una bebé en comparación con él) a pesar de que no estaba viendo su rostro. La enorme capucha de su suéter ocultaba sus facciones de la misma manera que lo hacía la de su capa. Era lo mejor, así no tendría motivos para mostrar su identidad.
— ¿Qué hace una niña paseando por el bosque sola?—dijo mientras se acercaba a ella. Pudo ver como la joven daba un respingo al escuchar su voz; estaba seguro de que se había sorprendido al escucharlo tan cerca. Él había sido muy sigiloso al moverse por lo que era probable que ella no lo hubiese visto. — ¿Acaso no sabes que este lugar puede ser muy peligroso a esta hora?
Y no lo mencionó sólo para asustarla más de lo que ya estaba sino porque era cierto. Los miembros de la Guardia solían patrullar constantemente por el Hellaven, en especial por los bosques, y tenían tendencia a apresar a todo el que encontrasen merodeando a deshora sin razón aparente (eso quería decir que si no eras un Encargado de la Limpieza o un Recolector, estabas en problemas).
El Hellaven era un lugar perfecto para vivir, mientras no incumplías las reglas establecidas por el Reino. Y la Guardia, como la encargada de hacer cumplir esas normas, era bastante brutal y radical.
—Yo-yo sólo quería dar un paseo antes de ir a la cama. — respondió la chica, y su voz le recordó tanto a la de un niño cuando daba explicaciones de sus actos que casi rió al escucharla.
—Te entiendo. A mí también me gusta dar paseos por los alrededores antes de dormir. Mucho más cuando el día ha sido realmente frustrante y agotador.
Adrian pudo sentir como el miedo de la chica disminuía y daba paso al alivio; incluso el acelerado ritmo que tenía su corazón había disminuido considerablemente en comparación con su estado anterior. Al parecer, había estado preocupada de que él pudiese hacerle daño y al escuchar sus palabras hubiese cambiado de idea.
“Un pensamiento bastante sensato”, pensó, refiriéndose a su antiguo estado anímico. Aunque el hecho de que se mostrase tan tranquila a su alrededor era desconcertante y frustrante. Él quería “alimentarse” de su miedo, no ayudarla a sentirse mejor.
—Yo solía hacerlo antes, cuando vivía en la… en mi otra cosa. — Hizo una pausa en la que se abrazó a sí misma, como si tuviese frío. Pero él pensó que no era así ya que habría conjurado una capa en vez de usar ese sencillo y ligero suéter en caso de tener frío. —Solía subir al techo de mi casa y sentarme a mirar las estrellas. A veces, incluso, les hablaba y les contaba mis problemas. Mi mamá decía que me estaba volviendo loca y que temía por mi salud mental. Pero nunca me impidió subir al techo y continuar mi rutina diaria. Es más, una vez subió conmigo, cargada de mantas y tazas de té. Habíamos hablado toda la noche, haciendo planes para el futuro. Esa fue una experiencia bastante agradable, y uno de mis recuerdos felices.
Él pudo sentir la emoción que embargó su corazón al decirle esas palabras. La sensación en su pecho fue cálida, como si hubiese tomado un poco de té en medio de una fría noche. Fue una sensación extraña y a la vez placentera. Igual de reconfortante que su anterior estado.
—Yo, por el contrario, —Agregó él, sin saber muy bien por qué sentía ganas de contarle cosas relacionadas a él a una completa desconocida. — no he tenido la oportunidad de ver las estrellas o pasear por el bosque acompañado de alguien. Ni siquiera con mi hermana, a pesar de que somos muy unidos.
—Bueno… — Dudó. — Por lo menos esta noche ha hecho una de esas dos cosas. — Él giró la cabeza hacia su dirección. Se fijó en que la chica tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, por lo que supuso que ella estaba mirando el cielo. — Estamos usted y yo juntos aquí, mirando las estrellas. Eso es algo, ¿no? Quizás yo no sea la mejor compañía para usted pero, al menos, comparto su gusto por las caminatas nocturnas y los astros.
Adrian quiso juzgar por sí mismo si ella era una buena compañía o no. Le había hecho preguntas que ella amigablemente respondió. Habían intercambiado opiniones y pareceres y había constatado que la chica era bastante inteligente y locuaz.
Ella también le había hecho preguntas, ignorando por completo el aspecto personal. No había sentido curiosidad por su apariencia (aunque él sí sentía curiosidad por la de ella) ni le había preguntado su nombre ni qué tipo de magia podía hacer. Y este hecho le había gustado ya que le había mostrado el grado de discreción y respeto que poseía su compañera. Esas eran unas de las pocas cualidades que él buscaba en las personas a su alrededor debido a que sus actos no siempre eran dignos de un futuro rey y necesitaba mantener el anonimato.
Cuando se habían despedido para irse cada uno hacia su destino, él le había dicho su nombre; sólo eso, sin apellidos ni rangos. Ella le había dado el suyo también, y él podía estar casi seguro de que había estado sonriendo cuando las palabras “Soy Anne. Mucho gusto en conocerte, Adrian”, habían salido de sus labios.
0 Estrellas:
Publicar un comentario