La Premonición

Capítulo 23

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Despertando



Anne se despertó esa mañana con una sensación extraña en el pecho, una que la hacía sentir como si le faltase algo, como si hubiese perdido algo. Y teniendo en cuenta el hecho que desde hacía tiempo no se despertaba de manera “normal” no era de extrañarse, por lo que no le dio mucha importancia al asunto. “Pasará pronto”, se dijo, mientras apretaba los ojos para tratar de retener el sueño.

Debía admitirlo, se sentía tranquila a pesar de todo. Sentir dolor o tener vívidas y horrorosas pesadillas se habían convertido en su despertador personal, haciéndola dormir menos y levantarse más temprano. Que ese día no hubiese sido así, era realmente una bendición. Pero algo faltaba, algo no estaba bien. Podía sentirlo. Era como si su cuerpo o su mente se hubiesen acostumbrado a esa molesta y no saludable rutina mañanera.

Reticente, sabiendo que por más que tratase no iba a poder dormir ni un minuto más, Anne abrió los ojos. Y cuando lo hizo y se vio a sí misma acostada plácidamente sobre la cama desde unos cuantos pasos de distancia, supo que las cosas no andaban para nada bien.

Asustada, tratando de reconfortarse a sí misma y de calmar los acelerados latidos de su corazón, Anne se dijo a sí misma que todo eso era un sueño, uno raro y escalofriante, y que ella pronto iba a despertarse gritando, como cada mañana; porque la idea de que se había “salido” de su propio cuerpo le parecía demasiado aterradora como para que ella pudiese asimilarla.

Trató de moverse, de llegar hasta donde la “Anne del sueño” yacía, pero no pudo hacerlo; estaba estancada en una esquina de la pequeña habitación, condenada a mirar la escena con ojos asustados y corazón acelerado. “Por lo menos, este sueño no es tan malo como los otros”, se dijo, como una forma de calmar el terror que estaba reptando y dejando huellas por toda su piel.

No pudiendo hacer más nada, Anne se concentró en la imagen de sí misma, esa que reposaba sobre esa cama como si nada malo estuviese pasando. Se vio luciendo como antes, como la Anne que vivía en la Tierra, con sus mejillas redondeadas y sonrosadas, con su blanca y brillante piel, y su cabello de un oscuro tono rojizo. Se vio a si misma descansada, feliz, sana. Y sintió nostalgia y vergüenza, porque la verdadera Anne, que estaba en esos momentos parada en una esquina, asustada e infeliz, se veía totalmente diferente.

Delgada, ojerosa, con la piel cetrina y una expresión triste y cansada en su ahora enjuto rostro. Esa era la imagen de la verdadera Anne, esa era la verdadera Anne, y no ese espejismo, ese doloroso reflejo suyo que reposaba en la cama.

El Hellaven la había desgastado y cambiado, haciendo que ambas Anne, la de la cama y la de la esquina, se viesen completamente diferentes. Anne no pudo evitar mirar sus manos, tocar su rostro, apretar los puños. Quería ser la de antes, quería estar como antes. No quería que el Hellaven y su gente siguiesen convirtiéndola en lo que era en esos momentos. Ella no quería ser uno de ellos.

La puerta de la habitación se abrió, sacándola de sus pensamientos y haciéndola girar el rostro hacia esa dirección. Una oscura figura encapuchada apareció en el umbral de la puerta, haciendo que su corazón se saltara un latido y que una exhalación saliese de sus labios.

La persona encapuchada cerró la puerta silenciosamente inmediatamente estuvo dentro de la habitación y se quedó en ese lugar durante unos minutos, con su atención dirigida, o eso pensaba Anne, en la persona que reposaba sobre la cama. Después de lo que a la chica le pareció un suspiro, la figura se quitó la capucha mostrando un rostro que para Anne estaba borroso y nublado, como si lo estuviese viendo a través de un cristal empañado por gotas de lluvia.

Su corazón dio un vuelco en su pecho, pero ella ni lo notó. Estaba demasiado concentrada en tratar de adivinar las facciones de la persona que había irrumpido en la estancia.

Se llevó sus ahora temblorosas manos al rostro para estrujarse los ojos en un intento de aclarar su visión, y descubrió que tenía las mejillas húmedas. Estaba llorando, y ni siquiera se había dado cuenta. Ni siquiera sabía por qué.

La figura se acercó a la cama lentamente y Anne sintió el pánico crecer, haciéndola esto querer dar un paso hacia adelante. Quiso detenerlo, quiso hacer algo para alejarlo de ella, pero sus piernas no respondieron a su mandato. Ella sabía lo que iba a pasar, sabía que esa persona iba a tratar de matarla, como lo hacía cada noche la otra figura que aparecía en sus pesadillas. Pero no pudo moverse, por más que trató y luchó contra lo que la mantenía atada, pegada al rincón. Y en esa ocasión si fue consciente de las lagrimas, del llanto, del dolor, de los gritos que salían de sus cuarteados y secos labios.

Ahora sí fue consiente del miedo.

No quería morir, no quería verse morir. Eso sólo hacía que su miedo sobre lo que iba a pasar con ella al final de esa odisea fuese peor.

“¡No lo haga! ¡Por favor no lo haga!”, suplicaba, gritaba con la voz rota por el llanto, aunque sabía que no podía hacer nada con eso, aunque sabía que él no podía escucharla.

Sus manos chocaron contra un muro invisible y ella lo golpeó con fuerza montones de veces, lastimándose, haciendo que sus manos sangrasen, que manchasen el cristal que mágicamente había aparecido frente a ella, pero la figura no parecía notar nada. Era como si Anne fuese invisible, como si su dolor, sus gritos, su llanto y la sangre que manchaba sus manos no fuesen reales. Cuando lo vio estirar su mano hacia la chica en la cama los gritos y los golpes aumentaron, y Anne trató desesperadamente de moverse, incluso trató de mover sus piernas utilizando sus manos, manchando su níveo vestido en el intento.

Y cuando levantó la cabeza y dirigió su vista hacia la cama no pudo evitar que un gemido cargado de sorpresa saliese de sus labios cuando descubrió que el sólo quería acariciar su rostro y quitarle el flequillo de la frente.

Y ese gesto estaba tan cargado de sentimientos, de disculpas no pronunciadas, que Anne no pudo evitar sentir como su corazón se encogía, como su pecho se apretaba y como el dolor se apoderaba de él con intenciones de no dejarlo ir. Y la sensación fue mucho peor, mucho más dolorosa, cuando lo vio inclinarse y posar un casto beso en sus labios.

Después de eso, todo se retorció convirtiéndose en un remolino lleno de oscuridad.

Anne se despertó, esta vez de verdad, con el corazón acelerado y el rostro húmedo por las lágrimas que aun salían de sus ojos. Y se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y de que, contrario al sueño, las luces estaban apagadas.

Allí no había nadie, nadie había entrado a su habitación, esa era la realidad. Pero ese beso había sido tan real, al igual que todas las emociones que se habían apoderado de su pecho, que ella aun podía sentirlo todo reptando en su cuerpo, ocupando un lugar en su ser. Incluso el beso podía sentirlo en sus labios, cálido, dulce, como si la persona se hubiese desvanecido sólo unos segundos atrás, dejándola confundida y ansiosa.

Un beso… No era la primera vez que su asesino la besaba en sus sueños. Pero esta sí era la primera vez que ella se había despertado con la sensación de que había sido real, de que él había estado ahí. La idea, en vez de asustarla, la hizo sentir muchísimo peor.

Anne siguió llorando silenciosamente sobre la cama, sin moverse ni un centímetro, mirando el techo con ojos empañados, sin saber muy bien por qué lo hacía, hasta que escuchó que la campana sonó, indicándole que tenía que levantarse. Y aunque no quería hacerlo, aunque sentía como si todo su cuerpo hubiese sido apaleado mientras dormía, se puso de pie y se dirigió al baño al tiempo que se limpiaba las lágrimas del rostro. Pero fue un gesto inútil, porque otras más salieron, aun cuando ella trataba de detenerlas.

Después de haber llorado lo que a ella le habían parecido ríos y mares (incluso en la ducha, bajo el chorro de agua caliente, con la frente y una de sus manos apoyadas sobre la fría pared del baño, había estado llorando), y con ese extraño dolor que se había anidado en su pecho aún latente, salió de su habitación completamente arreglada, pero con el ánimo y el espíritu por los suelos. Incluso se había olvidado de envolverse el pelo con la bufanda, por lo que su largo cabello rojo caía por su espalda como una cortina de fuego.

Se ganó muchas miradas de desconfianza y recelo a su paso, pero ella no les dio importancia. Ella tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse por los chismes que las demás hermanas se inventasen sobre ella.

Con paso lento y taciturno, se dirigió hacia la salida del Oráculo, mientras se ponía de forma cruzada su pequeño bolso de cuero oscuro. Las chicas a su alrededor empezaron a murmurar cosas, esta vez de manera más obvia, deteniéndose a mitad de camino para mirarla y señalarla como si Anne fuese una fea pieza del mobiliario que necesitaba ser tirada a la basura.

Anne las ignoró, como siempre solía hacer, y se encaminó hacia la salida en donde tomó el pomo de la puerta dispuesta a salir del recinto. Pero una mano sobre su hombro la giró y se lo impidió.

— ¿A dónde crees que vas?

Anne levantó la cabeza y se encontró frente a frente con Nadhia, la cual la miraba con una extraña expresión en su rostro. Anne, aun inmersa en el letargo, con sus ojos apenas abiertos y una expresión de que estaba a segundos de desmayarse, se inclinó en lo que ella esperaba hubiese sido una respetuosa reverencia y no un tambaleo de borracho.

—Buenos días, Madre.

—Te he estado llamando, pero tú has estado ignorándome. —Su voz salió teñida de diversión, como si ese hecho la divirtiese. Anne volvió a hacer una torpe reverencia.

—Lo siento mucho, Madre. No la escuché. —Anne tomó una profunda inhalación y pestañó un par de veces, tratando de así aclarar un poco su borrosa visión. ¿Qué le pasaba esa mañana? — ¿Necesita algo de mí?

—Quiero que antes de ir al Hogar, vayas al Centro a entregar esta nota.

La mujer le tendió un sobre del color y la textura de la arena de playa a una Anne que antes hubiese hecho un sin número de preguntas al respecto. Las Hermanas que se habían quedado en los alrededores del vestíbulo para espiar la escena, empezaron a cuchichear nuevamente.

Muchas de ellas expresaron en voz alta y sin tapujos lo afortunadas que eran de que Nadhia no las hubiese mandado a ellas a hacer semejante recado. Nadie quería ir al Centro, ninguna de las Hermanas jamás ponía un pie en un lugar “tan bajo” como ese, y que enviasen a Anne demostraba una vez más lo poco importante que era Anne para el Oráculo. La mujer sonrió, como si estuviese de acuerdo con los pensamientos que pasaban por las cabezas de sus súbditas y por las duras palabras que salieron de los labios de algunas.

— ¿A quién tengo que entregársela, Madre? — Anne se frotó los ojos con gesto cansado y sacudió la cabeza para despejarse.

—Pregunta por Leus. —Fue lo único que dijo Nadhia antes de darse la vuelta y dirigirse hacia su salón, con algunas de las hermanas siguiendo sus pasos.

Anne metió la carta en el bolso y sin más, salió del lugar.

En su camino por el jardín de entrada, después de que las Hermanas que servían de Guardia le hicieran extrañas señas, Anne se percató de que no se había puesto la capucha al salir. Después de agradecerles con una ligera reverencia, Anne se encogió en su capa, sintiendo más frio del que estaba acostumbrada a sentir.

¿Será que me voy a enfermar?, pensó, no entendiendo por qué se sentía de esa forma. No dándole mucha importancia a ese pensamiento en esos momentos, se encaminó hacia la linde del bosque.

— ¡Anne, Anne! —escuchó que alguien la llamaba animadamente y aun encogida en la capa y frotándose los brazos con las manos, se acercó hacia donde Claus la esperaba.

—Buenos días, señor Claus.

—Buenos días, chica rara. —El hombre estuvo unos breves instantes en silencio y luego dijo: — Hoy estás más rara de lo normal, chica rara. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Quizás me voy a enfermar. —Anne ni cuenta se dio de la mirada que Claus le lanzó, como si el hecho de que una Hermana se enfermase fuese algo fuera de lo normal. —Señor Claus, ¿usted sabe dónde queda el Centro?

El hombrecito se sobresaltó al escuchar su pregunta, y dio un paso atrás como un acto reflejo.

—Sí, yo sé dónde está. ¿Por qué?

— ¿Podría decirme cómo llegar? Tengo que ir a hacer un recado.

Claus respiró aliviado al darse cuenta de que Anne no le había pedido que la llevase. No es que él hubiese dicho que sí, de todas formas. El Centro era el único lugar al que no le gustaba ir, y por más amigable que fuese esa Hermana, por más “normal” que pareciera, él no iba a hacerle ese favor.

Rápidamente, le explicó a Anne la ruta más sencilla para ir al Centro y regresar al Hogar en el menor tiempo posible. La chica le agradeció y le pidió que por favor le informase a la gente del Hogar que iba a llegar un poco tarde y él hombre con gusto aceptó. Eso sí era algo que podía hacer.

Subiéndose rápidamente a su desvencijado coche, emprendió la marcha a toda velocidad, no queriendo estar cerca por si a la joven se le ocurría pedirle que la llevase.

Anne, por su parte, ni siquiera se percató de la ida del hombre o de su nerviosismo. Emprendió el camino por el sendero que Claus le había indicado, alejándose de lo que se había convertido en su único campo de visión en los últimos meses: el bosque y el Oráculo.

Caminar por el Hellaven, sentir la brisa fría cortando su piel y haciéndola tiritar la ayudó a aclarar un poco su nublada mente. Ya no estaba tan confundida y adormecida como cuando había salido de la Casa Dorada, pero el dolor que se había anidado en su pecho había hecho mella en él, no dejándola tranquila.

Y sentir un dolor tan fuerte, que ni siquiera comprendía, la dejaba confundida y preocupada. La hacía pensar en las palabras que Aileen le había dicho el día anterior: “Son malos… Los que te están haciendo esto”.

Pensar que alguien, o quizás más de una persona, estaban utilizando su magia en ella era realmente escalofriante. Había sentido la sensación de ser empujada a hacer algo dos veces ya, la primera vez cuando había intentado besar a Luke y la segunda cuando Amy había intentado que Anne utilizara su “magia” para hechizarla, y la sensación no fue ni buena ni agradable.

Pero ella había estado consciente de que algo no estaba bien con su cuerpo, había sentido ese algo que le había dicho que no estaba actuando bajo su propia voluntad. Pero ahora no lo había sentido, y habían sido las palabras de una niña de cuatro años las que la habían hecho pensar, las que habían accionado un botón en su cabeza.

“Quizás… quizás lo que siento por Adrian no es real”, pensó, dejando que las dudas empezasen a crearse libremente en su cabeza. Y pensar en Adrian le hizo recordar lo que había pasado entre ellos la noche anterior.

Príncipe… mi novio es el Príncipe. Ese pensamiento la había dejado tan aturdida cuando el título había salido de los labios de Adrian, que el joven había tenido que zarandearla un poco para que ella reaccionase. Y había tenido que esperar unos instantes más para que su cerebro asimilase esas palabras y empezase a bombardearla con ideas y pensamientos que no hicieron más que esperanzarla y hacerla balbucear frente a un nervioso Adrian.

Edna le había contado una vez que la única persona que podría ayudarla sin problemas a volver a su mundo, en caso de que en el Oráculo no hubiesen encontrado ayuda, era el Príncipe, el cual era conocido por su bondad y su sentido de la justicia. Anne no tenía dudas sobre la bondad de Adrian, conociéndolo como lo conocía.

En aquel momento, cuando Edna le había dicho que el Príncipe era otra de sus opciones, Anne se dio cuenta de que no tenía esperanzas. Adrian apenas era visto, siendo la persona ocupada que era, y poder encontrarse con él requeriría de una situación especial, como algún evento realizado en la Plaza o en el castillo. Para ese entonces, con apenas días de haberse despertado en el Hellaven, con sólo un problema sobre sus cansados hombros, Anne pensó que regresar a su casa iba a tomar muchísimo tiempo.

Pero ahora, teniendo una relación con el heredero del Reino, sabiendo lo que él sentía por ella, no parecía tan difícil de conseguir. Pero por alguna extraña razón, ella no tenía intenciones de pedirle ayuda para regresar a casa. El deseo estaba ahí, podía sentirlo, pero era tan diminuto que podía considerarse como una ilusión.

¿Debo decirle que soy una terrana?, se dijo, e inmediatamente un “¡no!” llegó a su cabeza haciéndola trastabillar y luego detenerse en seco en medio del sendero de tierra que la llevaría a la calle principal. Se llevó una mano a la cabeza y apretó los ojos intentando de esa forma calmar el dolor que repentinamente ese pensamiento le había provocado.

Aun con los ojos cerrados, tambaleándose debido al dolor y al mareo, Anne se acercó a un árbol y apoyó su espalda en él, esperando que este fuese un sustento suficiente para impedir que ella se cayese. Un sin número de pensamientos empezaron a llegar a su cabeza, todos ellos relacionados con lo que pasaría si se le ocurría decirle a Adrian qué era ella.

Pero luego, así como habían llegado estos, unos nuevos pensamientos empezaron a aflorar, todos ellos relacionados con su estadía en el Hellaven, relacionados con una persona que apenas podía recordar pero que hizo que su corazón se saltara un latido y diese un vuelco en su pecho.

Anne sollozó y dejó que las lágrimas corriesen libres por sus mejillas, mientras se apretaba la cabeza con las dos manos y se deslizaba hasta llegar al suelo. Pensamientos y recuerdos, acompañados de voces, sentimientos y sensaciones, aparecieron repentinamente en su cabeza, mareándola, casi haciéndola gritar.

Anne se encogió en su lugar sobre el frío suelo de tierra, llevándose las rodillas al pecho y apoyando el codo izquierdo sobre una de ellas; apretó su frente contra el antebrazo y sus dedos se hundieron en su cabello, apretándolo, halándolo. Su mano derecha voló hacia su boca, la cual tapó para impedir que un nuevo sollozo, o quizás un grito de dolor, saliese de sus labios y alertase a cualquier persona que estuviese en los alrededores.

Estaba volviéndose loca. Quería que todo eso se detuviese. Quería… sólo quería ser la de antes. Todo eso que estaba sintiendo, todo eso que la estaba haciendo sentir miserable, confundida, mareada, no hacía más que asustarla, que confirmarle la idea de que alguien estaba jugando con ella como si fuese una marioneta. Alguien estaba moviendo los hilos invisibles que la controlaban para hacerla decir, sentir y pensar de la manera que esa persona quería.

Ya no estaba segura de qué cosas había dicho o hecho por cuenta propia y qué había sido inducido por la magia

Una fuerte y última punzada de dolor golpeó su cabeza haciendo que un gritito se escapase de sus labios y quedase ahogado gracias a la mano que aun seguía sobre su boca. Estuvo sentada en esa posición un rato, esperando que los acelerados latidos de su corazón se calmasen, al igual que su respiración. El llanto había cesado, pero el dolor y el miedo seguían ahí, latentes, más vivos y fuertes que nunca.

Aturdida y mareada, se removió en su lugar y ayudándose del árbol se puso de pie, ignorando su ropa llena de polvo y su rostro sucio cubierto de lágrimas y tierra. Tambaleándose, emprendió nuevamente el camino hacia el Centro, agradeciendo el hecho de que había sufrido ese ataque no muy lejos del camino principal.

Media hora después, y después de haber caminado recto y sin doblar, habiendo mirado todo a su alrededor con ojos curiosos y sorprendidos, encontró las enormes puertas de hierro que flanqueaban el Centro. Entró al lugar sin dudar, no conociendo su historia y los detalles que lo hacían tan temido por los Abandonados.

Como era temprano, apenas las ocho de la mañana, el lugar no estaba tan colmado de gente como solía estarlo siempre. Incluso algunos vendedores yacían dormidos sobre sillas de madera —los más afortunados—, y otros en el suelo. Los compradores, aun así, se movían rápido, no deseando que empezase otra de las conocidas fiestas de hechizos mientras ellos estuviesen allí.

Anne sacó el sobre de su bolso y leyó el nombre de la persona a la que estaba dirigido. Con todo lo que le había pasado, era de esperarse que se le hubiese olvidado. Se acercó con paso lento y desgarbado a una mujer que no estaba muy lejos de la salida y le preguntó con voz ronca y rasposa —algo que la sorprendió un poco— si sabía dónde podía encontrar a Leus. La mujer, después de dirigirle una mirada cargada de recelo, estiró el brazo y le señaló una tienda pintada de verde claro, que no estaba muy lejos de allí. Después de una ligera reverencia y un gracias que dejaron a la mujer algo descolocada, Anne se encaminó hacia ese lugar.

Observando todo con sus enormes ojos azules llenos de asombro, Anne guardó en su cabeza cada ínfimo detalle del Centro. El lugar era muy bonito y le recordaba a las casitas de madera y techo de zinc que solían haber en el pueblo al que su familia solía ir en épocas navideñas. Todas coloridas, todas alumbradas por la cálida luz dorada de las bombillas. Y quizás por eso no se sintió en peligro en ese lugar. El Centro era un lugar acogedor, cálido, y el estar allí la hizo sentir más tranquila y relajada. La hizo olvidar todo por lo que estaba pasando, todo lo que la atormentaba.

Cuando llegó a la tienda de Leus, se percató de que era una especie de farmacia. Las paredes estaban cubiertas por altísimas estanterías de cristal repletas de frascos del mismo material llenos de líquidos de colores. En la entrada había un mostrador de madera oscura, sobre el cual un hombre de largo cabello negro recogido en una alta cola de caballo reposaba tranquilamente.

Anne no había dado dos pasos hacia dentro cuando ya tenía los oscuros ojos del hombre fijos en ella. Y la forma en la que la miraba no era para nada agradable.

— ¿Us-usted es Leus? —preguntó, sintiéndose nerviosa de pronto al ser estudiada por esos ojos. Ella tuvo que girar la cabeza porque la sensación de que si seguía mirándolo fijamente iba a caerse se apoderó de ella.

—Sí, soy yo. —Respondió él con amabilidad. — ¿Qué deseas de mi, chica misteriosa?

—Tengo…—Anne tragó el nudo que se le había hecho en la garganta y carraspeó un poco. —Tengo algo para usted. Es de parte del Oráculo.

Anne empezó a rebuscar en su bolso mientras se acercaba al mostrador con la cabeza gacha. Le entregó la carta desde una distancia prudente porque, a pesar de que el hombre le había hablado con amabilidad y parecía no tener intenciones de moverse, ella no confiaba para nada en él. ¿Cómo hacerlo cuando sus ojos la miraban como si pudiesen ver a través de su piel?

— ¿Y tu quién eres?

—Soy… soy una Hermana. —Él le sonrió, como si supiese que ella era mucho más que eso.

—Eres la primera Hermana que viene al Centro. —El hombre se inclinó un poco hacia delante y dijo en un tono de voz más bajo— Este mensaje debe ser muy importante. —Le sonrió.

— ¿La primera? —Eso captó la atención de Anne y el hombre sonrió complacido. Había logrado su cometido: retener a Anne en la tienda.

—Sí, la primera. —Dejó la carta sobre el mostrador como si no le importase mucho su contenido y se enderezó en su asiento, estirándose un poco para desentumecer sus músculos. —La gente de tu tipo no viene por aquí porque este lugar está lleno de Abandonados y Rateros. ¿Cómo es que no sabes eso?

—Yo… ¡yo no soy de por aquí! —Dijo rápidamente, mientras chascaba los dedos, esperando que él creyese en sus palabras.

—Sí, me he dado cuenta. Tienes un… acento extraño.

Anne se sorprendió al escucharlo porque nadie, nunca, le había mencionado que tenía acento. Es más, para ella, no había mucha diferencia en la forma que hablaban las Hermanas o los chicos del Hogar a como ella lo hacía. Así que, que este extraño y sonriente hombre le dijese que tenía un acento era algo nuevo y preocupante.

—Si eres de fuera es normal que tengas acento…

—Por supuesto, por supuesto. —El hombre estiró la mano y tomó la carta. Anne hizo el intento de decirle algo, quizás una despedida, pero él se lo impidió. — ¿Me das unos minutos para leer esto? Así, si tengo que escribir una respuesta, se la puedo enviar contigo.

Anne no pudo decir que no; él hombre le había dado un buen motivo. Con un suspiro cargado de cansancio, Anne se quedó en el lugar, encogiéndose más en la capa. Empezó a frotarse los brazos para alejar un poco el frío y se dispuso a mirar las estanterías desde su posición. Leus le lanzaba miradas de vez en cuando, entre lectura y lectura, percatándose de detalles como las pecas de sus delgadas y pequeñas manos o del mechón de cabello rojo que se había salido del resguardo que la capucha le había ofrecido.

Anne era ajena a las miradas, a la sonrisa que apareció en los labios del hombre, a la expresión de confusión que se apoderó de su rostro cuando había leído algo que no le había gustado. Como se había concentrado en los frascos de cristal antes que en el apuesto y extraño hombre frente a ella, no se había percatado de nada de esto. Y había sido en un acto reflejo, porque la forma en la que él la miraba, como si supiese más cosas que nadie en ese mundo, no le gustaba en absoluto.

—Hermana. —Leus la llamó minutos más tarde y ella se sorprendió al escuchar el tono en el que lo había hecho. Había sonado como una disculpa, como si él sintiese pena de ella por desempeñar ese papel. —Aquí tengo la respuesta a la carta.

Anne la tomó con una ligera inclinación de cabeza e inmediatamente la guardó en el bolso. Leus la miró todo el tiempo, como si la oscura capa no estuviese haciendo el trabajo de ocultarla y él pudiese ver a través de ella. Anne se encogió un poco más, si es que eso era posible, y después de una reverencia salió de la tienda. Pero Leus llamó su atención con una frase, haciéndola detenerse en seco en la entrada:

—Deberías dejar de hacer eso. Las Hermanas no le hacen reverencias a nadie que no sea el Oráculo o parte del Reinado… Por lo menos las de aquí no lo hacen.

Anne giró la cabeza y lo encontró sonriendo ampliamente y ella tuvo que tragar el nudo que se había formado en su garganta gracias a sus palabras. Y así, distraída por su comentario, pensando en sí él se había dado cuenta de que ella era “diferente”, emprendió el trayecto hacia la salida del Centro.

Tan perdida en sus pensamientos estaba, que no se percató de hacia dónde se dirigía y chocó contra una persona que, quizás, andaba más o igual de distraída que ella. Con un quejido saliendo de sus labios, mientras se frotaba el trasero para aliviar el dolor producido por la caída, Anne levantó la cabeza, hecho que hizo que más mechones de intenso cabello rojo quedasen expuestos, y se fijó en la figura encapuchada que estaba parada frente a ella y que le tendía la mano para ayudarla a ponerse de pie.

Con una mano sosteniendo la capucha para que no se moviese, Anne tomó la mano que le extraño le ofrecía y se dejó ayudar, agradeciéndole silenciosamente con una inclinación de cabeza. Después, sin más, ambos retomaron su camino, ella hacia la salida y él hacia la tienda en donde un divertido Leus miraba la escena.

—Pensé que no iba a volver a verte por aquí, chico. No después de lo que pasó el otro día. —Musitó con voz seria, habiendo perdido todo rastro de diversión al tener al otro encapuchado cerca.

—Vine porque necesito hablar con usted. —Dijo el recién llegado, quitándose la capucha. Leus, a pesar de haberlo visto antes, no pudo evitar sorprenderse al ver el rostro de Luke. Eran tan parecidos…

—Lo sé. —Fue lo único que le respondió Leus antes de usar su magia para cerrar la puerta de la tienda detrás de un muy serio Luke.

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