La Premonición

Capítulo 20

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El Hogar



Después de su conversación con Nadhia, Anne había pensando que iba a poder irse a su habitación a descansar; como la Madre había dicho, ese día había sido extremadamente largo y ella había tenido que moverse de un lado al otro, cargando libros, revisando papeles, llevando y trayendo los mensajes que entraban y salían del Oráculo. Pero como era de esperarse, aun a esas altas horas de la noche, había aparecido algo más que hacer y nadie más que ella había sido designada para realizarlo.

Y mientras había estado realizando ese nuevo encargo, que consistía en organizar —otra vez— los libros de la biblioteca principal, esos que había organizado hacía unas horas, una de las Hermanas recién llegadas había aparecido solicitando su ayuda con la excusa de que nadie más estaba despierto a esa hora. Y había tenido que ayudarla porque la chica, al ser nueva, estaba realmente perdida en ese nuevo mundo conocido como El Oráculo, y porque no quería que al día siguiente le impusieran un castigo por no haber hecho lo que le correspondía.

En El Oráculo se suponía que todos trabajaban arduamente, haciendo miles de cosas al día, incluso más de una a la vez, pero Anne pensaba que sólo ella era la que estaba atareada porque las demás no se veían tan apuradas y cansadas como ella. Y quizás fuese su imaginación pero a veces pensaba que ella siempre tenía algo que hacer porque las demás le asignaban su trabajo a ella. Y como Anne no podía quejarse, era todo mucho más sencillo.

Al final, cuando Anne había entrado a su habitación, con los brazos pesados, adoloridos y temblorosos debido a todo el peso que había tenido que cargar, habían faltado dos horas para que el nuevo día de trabajo empezase. Dos horas, en las cuales fue realmente difícil descansar.

Y cuando por fin había logrado convencer a Morfeo de que la dejase descansar en sus brazos, sintió como algo tiraba de ella con fuerza, como si quisiese arrancarla de los brazos del Señor del Sueño y lanzarla al vacio. Había luchado arduamente, cerrando los ojos con fuerza y abrazándose a la almohada, pero al final, cansada y molesta, había abierto los ojos dispuesta a mandar a quien la molestaba al fin del Hellaven... pero no encontró a nadie. Su habitación estaba tranquila y silenciosa, exactamente como la había encontrado cuando había llegado.

Confundida, trató de moverse pero no pudo. Estaba pegada a la cama, vulnerable e indefensa. El collar en su pecho empezó a brillar fuertemente, alumbrando la oscura habitación, obligándola a cerrar fuertemente los ojos. El dije en forma de corazón empezó a calentarse rápidamente, como si estuviese sobre fuego, y Anne soltó un alarido de dolor cuando lo sintió quemar su piel, dejando una horrible y sangrante marca en su pecho. Al final, el dije estalló en una explosión de luz, esparciendo las partículas doradas y rojas que había contenido en su centro por todos lados.

Anne, con la respiración agitada y lágrimas en sus ojos, estaba confundida y asustada. ¿Por qué estaba pasando todo eso?

De pronto, la puerta se abrió y una figura encapuchada entró, trayendo más oscuridad a la habitación, sacándola del tren que habían tomado sus doloridos y confusos pensamientos. Anne se revolvió en la cama, tratando de soltarse de su agarre invisible, pero no lo logró. Las lágrimas empezaron a correr libres por sus mejillas al ver a la figura acercase, empuñando una filosa y curveada daga en su mano derecha.

Quiso rogarle que no le hiciese nada, decirle que ella no le había hecho nada a nadie, que se fuera, decirle cualquier cosa que lo mantuviese lejos de ella, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta y su boca se negó a abrirse. Sus ojos, abiertos como platos y empañados por las lágrimas, vieron como la figura se bajaba la capucha y mostraba su rostro. Lo único que Anne pudo apreciar en esos momentos, aparte de cómo su terror incrementaba, fue el brillo casi diabólico de sus ojos azules… además de un intenso dolor justo en el lugar en el que estaba su corazón.

El intruso se había acercado a ella en un pestañeo, y le había clavado la daga en el corazón, quitándole el aliento en el acto, dejándola casi sin vida. La sangre había empezado a salir a borbotones de la herida cuando su atacante había sacado la daga de su pecho, y Anne había boqueado tratando de llevarle aire a sus pulmones, tosiendo sangre en el proceso.

Su cerebro estaba en blanco, su mirada perdida y desenfocada, su boca ligeramente abierta y su rostro desencajado por una fea mueca mezcla de dolor y espanto. Tenía la muerte pintada en cada centímetro de su piel.

Su atacante se sentó en la cama junto a ella y acarició la cabeza de la joven con ternura, ignorando completamente los intentos de Anne por no morir. Y se había inclinado para besarla en los labios, haciendo caso omiso de la sangre, de que él la había atacado y de que ella ya había muerto.

Un “que descanses” salió de sus labios, como si estuviese deseándole que tuviese un sueño agradable, antes de ponerse de pie y salir de la habitación como si nada hubiese pasado, como si él no le hubiese quitado la vida a una persona hacía sólo unos instantes.

Y cuando la puerta se había cerrado, un grito rompió el silencio de la noche.

Anne abrió los ojos, boqueó y se arqueó sobre la cama, como si hubiese estado a punto de morir asfixiada. Y había sentido como el alma le volvía al cuerpo justo en esos momentos, lo que le sumaba un punto a toda esa escalofriante situación “no-normal” por la que había pasado. Porque eso que “soñó” ella lo había sentido demasiado real como para ser considerado un sueño o algo parecido. Incluso podía saborear la sangre en su boca y sentir el escozor en el lugar en el que el collar había dejado su marca. Y no se cercioró de si la quemadura estaba en su pecho o no porque no estaba segura de si iba a tener las fuerzas suficientes para afrontar lo que vendría con ese descubrimiento.

Se llevó una mano a la cabeza, alejándose de la cara el pelo que se había pegado a su sudorosa piel, y se llevó la otra al pecho, justo encima de su corazón, como si de esa forma pudiese impedir que este latiese tan rápido, como si tuviese miedo de que se le saliese del pecho. Se quedó en esa posición un rato, esperando que su corazón latiese a un ritmo más normal y menos aturdidor.

¿Qué había sido todo eso?, se preguntó, pero no queriendo averiguar si sus sospechas de que eso no fue sólo un sueño eran ciertas. Sobre la persona que había aparecido en su sueño —o pesadilla, más bien—ella no tenía dudas. Esos ojos ella nunca podría olvidarlos, mucho menos debido a ese mortífero brillo azul que venía con ellos. Esos ojos fueron los últimos que vio antes de aparecer en el Hellaven, estaba segura de eso.

Ahora la pregunta era por qué, después de tanto tiempo de paz, de no soñar con nada, ella volvía a tener esa clase de sueños; porque no era la primera vez que esos ojos azules la habían mirado en sus sueños, cargados de promesas y muerte. Pero esta vez, a diferencia de las demás, ella pudo sentir cada mínima cosa que la Anne del sueño sintió. Y la experiencia fue todo menos interesante.


Cuando escuchó el tintineo de una campana, tuvo que hacer grandes esfuerzos por ahogar un sollozo. Ese sonido, ese que ella había empezado a odiar desde la primera vez que lo había escuchado, era el que despertaba a las Hermanas y las alertaba de que el día estaba a punto de empezar. Y Anne, adolorida y cansada en extremo, no tenía ánimos ni deseos de levantarse de la cama, mucho menos de fingir que todo estaba bien y que ser una Hermana era lo más maravilloso que le había pasado en la vida.

Porque esa frase estaba muy, muy lejos de ser cierta.

¿Cómo podía ser eso cierto cuando ella apenas tenía tiempo para descansar, cuando tenía que hacer hasta malabares para buscar un minuto libre para comer? ¿Cómo podía ser eso posible, cuando todas las Hermanas, a espaldas de sus dos amigas, la trataban como si ella estuviese infectada con la peor de las pestes? Y lo hacían pensando que era una hellaveniana; no quería ni imaginarse cómo sería si supiesen que ella era todo menos eso.

Y era bastante extraño para ella pasar por todo eso. Siendo una chica tan hermosa —dentro de los estándares de belleza de su mundo, por supuesto—, nunca tuvo que pasar por ningún tipo de maltrato o discriminación. Era cierto que no estaba dentro de las populares, o que era más de la clase que se pasaba los recesos en la biblioteca más que en el patio, pero aun así nadie nunca se metió con ella, porque ser bonita (muy bonita en su caso), era un boleto sin escalas a una vida tranquila y segura en la escuela, por más rara, aburrida o come libros que fueras.

Pero aquí, donde las mujeres y los hombres son de una belleza ridículamente extrema, donde podían hacer magia sólo con pensarlo, ella era del montón, común, gorda y corriente, lo que la ponía en la mirilla de las burlas y abusos de las demás Hermanas.


La puerta de su habitación se abrió con un estruendo, sacándola de su ensimismamiento y una Hermana con corto y muy rizado cabello entró a la habitación, como si nada estuviese pasando. Su expresión era seria y quizás un poco enojada, y ni siquiera el lunar en su mejilla izquierda, junto con sus labios rojos y sus enormes ojos oscuros, que solían darle un aspecto adorable y coqueto aun cuando ella no estaba tratando de conseguir eso, podía rebajar un poco la molestia que se había apoderado de su rostro. Aparentemente ese día no había empezado bien para nadie.

— ¿Tu qué crees que estás haciendo? —preguntó, poniendo los brazos en jarra y ofreciéndole una mirada cargada de enojo a la chica que aún permanecía en la cama, con gesto cansado y adolorido. — ¿No escuchaste la campana?

—Sí, lo hice. —Su respuesta fue más un quejido que otra cosa, pero a la intrusa no pareció afectarle en lo más mínimo.

—Entonces, ¿qué haces todavía en la cama? Tienes muchas obligaciones que hacer hoy, Anne. No puedes perder el tiempo con haraganerías.

Anne quiso lanzarle una almohada y pegarle lo más fuertemente posible con ella, pero cuando lo intentó, sus músculos le mandaron una dolorosa advertencia, lo que la hizo detenerse en el acto y callarse un quejido.

—Deja los juegos, Anne. Tienes que estar lista en treinta minutos. La Madre me ordenó que me asegurase de que salieses de aquí rumbo a tu trabajo a las siete en punto y me voy a encargar de que sea así aunque tenga que arreglarte yo misma.

—Si lo vas a hacer con magia te lo voy a agradecer infinitamente. No me siento con ánimos de estar mucho tiempo de pie... ni me moverme. —murmuró Anne, mientras se acomodaba en la cama y arrellanaba la cabeza en su mullida almohada.

— ¡Ja! —exhaló indignada. A veces Anne se sorprendía de lo dramática que podía llegar a ser Camille cuando se lo proponía. — ¿Tú crees que yo voy a malgastar mi magia en ti? La magia de una Hermana tan importante como yo es muy preciada.

Sus palabras estuvieron acompañadas de un altanero gesto de su mano derecha, lo cual le dio la apariencia de la vanidosa líder de un grupo de chicas populares. Anne se corrigió mentalmente. Camille era dramática y molesta. Mucho más cuando tenía que ver con su trabajo como “mano derecha” del Oráculo.

—Si es así, entonces, ¿por qué malgastas tu “tan preciada magia” rizándote el pelo cada vez que ese alguien especial tuyo viene a visitarte? —Anne hizo la pregunta inocentemente, no teniendo ánimos para impregnarla de sarcasmo pero, de todas formas, afectó a su amiga como si lo hubiese hecho.

Anne, desde su posición en la cama, pudo ver como las mejillas de Camille se teñían de rosa y como abría y cerraba la boca como un pez, tratando de formular una oración coherente con la cual rebatir lo que había dicho Anne. Y falló miserablemente, porque después de un suspiro cargado de molestia y de poner los brazos en jarra otra vez, sólo pudo decir:

—Ya arréglate, ¿sí? Es mejor que te evites un problema con la Madre, mucho más a esta hora del día.

Anne sólo se removió y empezó a luchar con las sábanas para ponerse de pie. Camille suspiró dramáticamente, dijo algo por lo bajo y salió de la habitación cerrando la puerta detrás de sí. Anne estaba segura de que sus palabras no habían sido muy amables y que estaban dedicadas a ella, pero igual no le importó en lo más mínimo.

Eran amigas, las mejores amigas, era cierto, pero eso no quería decir que Anne soportaba todos los dramas y ataques de Camille. Si fuese así, Anne estaba segura de que hubiese perdido el juicio hacía muchísimo tiempo. Porque soportar a Camille cuando estaba en plan “yo soy esto-yo tengo aquello” era la peor tortura por la cual un ser humano podría pasar; mucho más a esa hora del día y después de no haber pegado un ojo en toda la noche.


Cuando Anne estaba casi lista y sólo le quedaba recogerse el cabello y envolvérselo con la bufanda a modo de turbante, la puerta volvió a abrirse, esta vez con más delicadeza, y Camille apareció en el umbral, con su inusual expresión seria en el rostro.

— ¿Lista? —Anne asintió. —Vamos, entonces. Tengo que dejarte en la puerta de entrada en menos de —miró su reloj— cinco minutos.

—Sólo déjame recoger mi bolso y terminar de arreglarme esto—musitó, mientras luchaba por mantener segura la bufanda en su cabeza. Camille suspiró, dejó su libreta sobre la cama y se acercó a ella.

— ¿Has ido alguna vez al lugar al que tengo que ir? — le preguntó Anne su amiga casi al instante, no soportando el silencio que se había apoderado de la habitación.

Anne, que tenía a Camille bastante cerca de ella, pudo apreciar claramente como las emociones pasaban por su rostro. Eso la preocupó, para que negarlo. Camille no era de las que se asustaban fácilmente, o de las que mostraban ese tipo de reacción a la primera.

—No. Y no quiero hacerlo nunca. —Dijo seriamente, si quiera dignarse a mirar a la chica que tenía enfrente; en cambio, se concentró en arreglarle el turbante, como si esa fuese su mayor prioridad. —Y estoy sorprendida de que tu dijeses que sí.

Ella no había dicho que sí; Nadhia no le había dado oportunidad de decir gran cosa, en realidad.

—No es como si tuviese un abanico de opciones, tampoco. Tú sabes cómo es la Madre. —Respondió, porque pensó que era la respuesta más sencilla y menos comprometedora.

Respecto a ese nuevo trabajo Anne tenía montañas de cosas por decir, así que era mejor no arriesgarse y optar por musitar palabras sencillas, que no la llevasen a explorar muy profundo en sus sentimientos y pensamientos.

Camille no le respondió, pero la expresión de su rostro fue suficiente como para que Anne pensase que cualquier cosa que ella dijese no iba a servir de mucho. Aunque Camille le dijese todo lo que sabía de ese lugar, que era temido por muchos hellavenianos, que había horribles historias sobre los habitantes del Hogar, Anne no iba a verse libre de hacer ese trabajo.

Nadhia se lo había ordenado, y una orden de Nadhia era algo sagrado, algo que no podías romper con facilidad. Era el oráculo, después de todo; su control sobre los sucesos era una desventaja sobre sus subordinados, algo que la hacía temida por los demás hellavenianos, a pesar de que estos lo ocultasen mostrando una ridícula adoración y admiración por la mujer.

Camille se separó de ella lo suficiente como para poder ver su trabajo y asintió complacida. Luego, con gesto delicado, como si de pronto se sintiese muy preocupada por Anne, tomó la mano de la chica y la guió hacia la salida; Anne tuvo que tomar su bolso en el proceso porque Camille no parecía querer soltarla, por miedo a que la menor de las dos se hubiese acobardado a última hora y no quisiese salir.

Caminaron por los pasillos en silencio, aun tomadas de la mano y mirando a todos lados menos a ellas. Camille tenía muchas cosas que decir pero pocas agallas para hacerlo. Sabía que no le convenía en lo más mínimo asustar a Anne porque al final iba a tener que enfrentarse a una no muy contenta Nadhia. Y ver a la Madre echando chispas, literalmente, no era algo muy agradable.

Anne, en cambio, trataba de no pensar mucho en lo que iba a encontrar en su destino. Le facilitaba las cosas y la hacía preocuparse menos. Además, era una forma de evitarse llevarse sorpresas cuando llegase. No quería hacerse una idea errónea del lugar y luego darse cuenta de que todo había sido el producto de su miedo y preocupación. Además, ¿qué podría haber de malo en ese lugar?

Ella estaba en el Hellaven, un lugar cargado de magia, la cual podías sentir en todos lados, como si estuviese viva; un lugar lleno de personas hermosas y pasivas, que lo único malo que hacían —según le habían dicho— era cazar terranos de vez en cuando para mantener un equilibrio entre los dos mundos (aunque ella no sabía cómo funcionaba exactamente el asunto); un lugar en donde las guerras, el hambre y la pobreza no eran más que los protagonistas de las historias que habían sido introducidas por los que habían visto todo eso en la Tierra.

Ella estaba segura de que pensar en todo eso la iba a ayudar a calmarse y a dejar de angustiarse por el Hogar y lo que fuese a encontrar allí.

Cuando Camille y ella llegaron a la puerta de entrada, Anne tuvo otra cosa en la cual preocuparse.

— ¿Cómo se supone que voy a llegar hasta el Hogar? — preguntó, cruzándose de brazos y girándose para enfrentarse a su amiga, al ver que no había ningún tipo de transporte esperando por ella. —Si mal no recuerdo, la Madre dijo que ese lugar estaba a unos cinco kilómetros de aquí…

Camille se mordió el labio inferior, incapaz de decirle nada. Nadhia no le había mencionado nada sobre un transporte o forma de llegar a la Casa de los Abandonados, sólo le había ordenado que se asegurase de que Anne saliese temprano a trabajar. Y ella, como había mencionado más temprano, no pensaba gastar su magia en Anne, por más que quisiese ayudarla. Su magia estaba reservada única y exclusivamente a la Madre ya que de ella —la magia— dependía su trabajo como Guardiana del Oráculo.

Anne suspiró, descruzando los brazos y dejándolos caer laxos a ambos lados de su cuerpo. Debió suponer que algo como eso iba a pasar. Con Nadhia las cosas nunca eran tan sencillas. Si le había quitado algunas de sus labores, se iba a asegurar de que la que tuviese que hacer valiese por todas esas. Y Anne sabía que nada más el trayecto hacia la Casa iba a ser realmente difícil y agotador.

Sin decir una palabra, se arregló la capa para que la cubriese bien y protegiese del frío, se colocó bien el pequeño bolso tipo cartero y se dispuso a bajar la escalinata de entrada rumbo a la salida; no le quedaba de otra, de todas formas. Camille tampoco dijo ni hizo nada, esperando que su amiga estuviese fuera de las puertas para darse la vuelta y dirigirse a cumplir con sus obligaciones.


***


Caminar por un bosque nunca, nunca iba a ser algo seguro, mucho menos si estaba oscuro y eras una chica indefensa y vulnerable. Eran las siete de la mañana y estaba oscuro como la boca de un lobo; no es que no estuviese así de oscuro todo el tiempo, pero igual a Anne le parecía extraño y aterrador que en las horas en las que se suponía que debería estar brillando un hermoso sol en el cielo hubiese una cortina negra plagada de diminutas lucecitas tintineando en el cielo. Y debía admitir que en momentos como ese, en los que tenía que caminar por lugares por los que ni siguiera plagados de luz hubiese cruzado, extrañaba muchísimo la luz del sol.

Ya llevaba media hora caminando, levantándose el ruedo del vestido y la capa para que no se ensuciase con la tierra húmeda a sus pies; esquivando ramas que parecían salir de la nada sólo para hacerla tropezar; buscando la forma de que las gotas de agua que aun pendían de las ramas de los arboles no le cayesen encima.

Ya llevaba media hora caminando y no veía nada.

Estaba empezando a desesperarse. Nadhia le había dicho el día anterior que sólo tenía que seguir recto por el bosque y que llegaría a su destino. “No hay forma de que te pierdas”, habían sido sus palabras y Anne estaba segura de que había sido una especie de burla. Ella había seguido sus instrucciones al pie de la letra y aun no veía rastro de ninguna cabaña o algo que le hiciese pensar que estaba cerca de ella. Todo lo que la rodeaba eran arboles que formaban feas formas en el suelo gracias a la luz de la luna.

El bosque, que según le habían dicho cuando le habían dado el recorrido por la Casa Dorada se llamaba Bosque de los Lamentos, era un lugar sombrío y silencioso, carente de cualquier rastro de vida o movimiento. De vez en cuando ella podía ver sombras moviéndose, pero se decía a si misma que era el producto del viento, los arboles y la luz de la luna.

A medida que caminaba —o trastabillaba, como venía haciendo desde que se había internado en la oscura boca del bosque— sentía como todo a su alrededor cambiaba, como el frío aire dejaba de ser tan cortante para convertirse en una brisa invernal, o como la tierra se volvía más seca a sus pies. Las hojas de los árboles y las ramitas caídas crujían con cada paso que daba, produciendo el único ruido que podía escucharse en la zona. Los arboles habían dejado de estar más juntos y de ser más verdes, para convertirse en marchitos y delgados reflejos de lo que habían sido o de lo que eran los que estaban más cerca de la civilización.

A medida que caminaba el Hellaven iba perdiendo su brillo y belleza, convirtiéndose en una zona arisca y descolorida. Fea, en comparación con el resto de ese mundo.

Anne tocaba todo a su alrededor, sintiendo la rasgada corteza de los árboles, las flores secas y arrugadas, con sus manos desnudas que no lograban percibir la verdadera temperatura del ambiente debido al collar. Y avanzaba por el lugar, tratando de absorberlo todo a través de sus ojos, preguntándose cómo era posible que un lugar tan mágico pudiese lucir tan muerto y abandonado.

Un ruido, como de un gemido o llanto la sacó repentinamente de sus cavilaciones haciéndola detenerse a mitad de camino y girar la cabeza hacia todos lados. Lo que vio puso una muy profunda expresión de desconcierto en su rostro. Con gesto dubitativo se acercó al lugar en el que un pequeño niño, que no pasaba de los ocho años, estaba recostado de un árbol, con la cabeza gacha. Tenía sus bracitos laxos a los lados y parecía completamente inmune a la fría brisa que azotaba su delgado cuerpecito bastante descubierto de ropa.

Ella se agachó un poco mientras seguía acercándose a él, con paso lento y dubitativo, tratando de ver su rostro desde la distancia. Era imposible, porque la brillante luz de la luna no hacía más que crear sombras en su rostro. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para hablarle sin tener que alzar mucho la voz, le dijo:

— ¿Qué haces aquí, solo, en el medio del bosque?

El niño levantó la cabeza como si un resorte lo hubiese impulsado, sacándole un grito de sorpresa a Anne, haciéndola dar un salto hacia atrás en el proceso. Había estado a punto de caerse pero tuvo la suerte de moverse rápido y pudo recobrar el equilibrio antes de que eso pasara. Una figura salió de detrás de un árbol, con una estruendosa risa aflorando de sus labios, como si la reacción de Anne hubiese sido la cosa más graciosa en todo el mundo.

—Jo Jo Jo, ¿qué tenemos aquí? — preguntó el hombre mientras se acercaba al niño y le ponía una mano en el hombro, haciéndolo parpadear como un bombillo a punto de dañarse. Y fue eso lo que alertó a Anne de que “el niño” no era más que una especie de holograma; uno muy, muy real.

— ¿Qui-quién es usted? —cuestionó Anne, aun con una mano en el pecho, tratando de calmar los acelerados latidos de su corazón. Estaba segura de que todo por lo que había pasado desde el sueño que tuvo esa mañana le había restado un año de vida.

—Yo soy el que hago las preguntas aquí. —musitó con una vocecita que pretendía ser ruda y autoritaria.

Se movió del lugar en el que estaba, haciendo que la luz de la luna por fin alumbrase su forma. Anne no pudo evitar reír ante lo tenía frente a sí, a pesar de que era algo que jamás esperaba ver.

El hombre que con pasos lentos y desgarbados se acercaba a ella estaba vestido con unas ropas descoloridas y viejas, que parecían ser al menos dos tallas más grandes de la que necesitaba. Era pequeño y delgado, lo que no ayudaba para nada a mejorar su apariencia. Tenía la cabeza grande y en forma de huevo, mandíbula fuerte y pómulos marcados. Sus ojillos de ratón la miraban de arriba abajo, mientras una mano de dedos largos y huesudos se frotaba la barbilla.

Era calvo y Anne estaba segura de que nunca antes había visto una calva de esa forma; parecía que un rodillo le hubiese pasado por el medio de la cabeza, dejando sólo una pequeña porción de cabello en la parte de la sien y por encima de las orejas. Y este sujeto, quizás como una forma de ocultar su muy notoria falta de cabello, se había dejado crecer el poco cabello que tenía y se lo había recogido en un moño en la parte alta de la cabeza. Y era algo gracioso porque su fino cabello gris no podía cubrir toda la superficie sin cabello de su cabeza.

— ¿De qué te ríes? — le preguntó el hombrecillo con su vocecita chillona.

Anne no podía dejar de pensar en que él era una especie de duende. Y si él le decía que esa era su naturaleza, ella no lo dudaría. Estaba en un mundo mágico, después de todo. Y eso le recordó que a pesar de su apariencia el podría ser peligroso. Se puso recta y adoptó una expresión seria.

—De nada, señor. — Respondió, esta vez sin ningún atisbo de sonrisa en los labios. Él siguió dando vueltas alrededor de ella, mirándola por todos lados como si fuese un objeto que quisiese comprar.

—Tú eres rara. —Le dijo, al final de su escrutinio, deteniéndose frente a ella con los brazos cruzados, impregnando esas tres palabras de una seguridad que no hacía a nadie dudar de que eran ciertas. —Eres la primera persona que cae en mi trampa. Y estoy sorprendido de que nadie lo haya hecho antes porque es muy buena. ¿Quién no caería en ella? sólo un tonto no lo haría. ¡Tontos! —gritó lleno de indignación, alzando un puño a la altura de su rostro y Anne no pudo evitar poner una expresión de confusión en su rostro, pero hizo esfuerzos por no dar un paso atrás. Y eso, que ella era la rara.

—Señor…

El hombrecillo, que ahora que lo tenía cerca podía decir que era ligeramente más pequeño que ella, siguió con su retahíla de cosas sin sentido, quejándose porque nadie veía su maravillosa magia, ignorando por completo los intentos de Anne por llamar su atención. Harta de escuchar oraciones carentes de sentido y de ver al hombre mover los brazos y gesticular exageradamente, Anne se dio la vuelta y retomó el camino rumbo al Hogar. Ya había perdido mucho tiempo allí.

— ¿A dónde crees que vas? —corrió hasta colocarse frente a ella, con los brazos abiertos dispuesto a detenerla. —Tú eres mi prisionera. Te voy a llevar a mi casa como prueba de que mi magia es buena y de que sirve para atrapar a la gente. Jo jo jo…

—Tengo trabajo que hacer, señor. Así que, si me permite…—trató de pasar por su lado pero el hombre se movió hacia su izquierda, impidiéndole nuevamente el paso.

— ¿Trabajo? —Arqueó las cejas y se inclinó un poco más para tratar de ver el rostro de Anne a pesar de las sombras que la capucha lanzaba sobre este. —Por aquí no vas a encontrar nada donde trabajar, niña rara. A menos que seas de esos encapuchados que se la pasan recogiendo cosas del bosque en medio de la noche. Ellos creen que nadie los ve, pero yo los he visto. Son raros. ¿Tú eres uno de ellos? Eres rara también. No me sorprendería…

—No, yo vengo del Oráculo. —Anne había dudado que el hombrecito hubiese escuchado sus palabras, pero cuando detuvo su diatriba y la miró con los ojos abiertos como platos, se dio cuenta de que se había equivocado.

— ¿El-el Oráculo? Jo jo jo, eso es importante. ¿Y qué vas a hacer? ¿Eres una de esas muchachas raras que no enseñan la cara? Con razón tienes esa cosa en la cabeza. —asintió fervientemente con un movimiento de cabeza, como si hubiese llegado a una conclusión muy importante y difícil de conseguir y soltó otro de sus “jo jo jo” que ya estaban empezando a fastidiar a Anne. — ¿Y a dónde vas? Como ya dije, por aquí no vas a encontrar nada. A menos que… — hizo una pausa en la que pareció reconsiderar sus palabras. — ¡Nah! No creo que vayas para allá. Nadie quiere ir a ese sitio.

—Voy para el Hogar. ¿Usted sabe dónde está?

Anne preguntaba pero no esperaba una respuesta. Él hombre frente prácticamente hablaba mil palabras por minuto y ella pensaba que era bastante improbable que lograse escuchar lo que ella le decía. Pero nuevamente volvió a sorprenderla, dejándole claro que él sólo la ignoraba cuando no quería responderle.

— ¿El Hogar? —meditó las palabras de la chica durante unos minutos, murmurando palabras por lo bajo. — ¡Ah, hablas de la Casa de los Abandonados! ¿Verdad? ¿Verdad? —Anne asintió. — Sí, yo sé donde está. ¿Quieres que te lleve?

—Si no es mucha molestia…

El hombrecillo hizo un movimiento despectivo con su mano derecha, quitándole importancia al asunto. Después la guió hacia detrás de unos arbustos que no estaban muy lejos de allí. Allí había una especie de coche diminuto tirado por un caballo, lo que la hizo agradecer internamente al ahorrarse unos minutos —quizás horas— de caminata.

El hombre la ayudó a subirse al coche y subió después de ella con un movimiento fluido y lleno de experiencia. Con un “Arre, Lola” y un movimiento de las riendas, emprendieron el camino por el bosque. El hombrecillo, que Anne descubrió que se llamaba Claus, se pasó el trayecto completo haciéndole un sinfín de preguntas, no esperando la respuesta de la mayoría de ellas. Parecía demasiado emocionado por el hecho de que estaba llevando a alguien consigo en su improvisado carruaje.

Cuando se había cansado de hacerle preguntas, se había dedicado a contarle todo lo que sabía sobre la zona en la que estaban, señalándole lugares que Anne no lograba ver y contándole sobre cosas que había hecho que estaban completamente fuera de toda lógica y veracidad. Pero igual, a pesar de todo, Anne disfrutó el viaje, más porque no tenía que fingir que era una hellaveniana ni caminar que porque Claus le pareciese la persona más interesante del mundo. Además la charla sin fin de su acompañante la ayudaba a olvidarse de su pesadilla o de lo que se encontraría cuando llegase al Hogar.

—Señor Claus… —llamó su atención cuando el hombre por fin había parado de hablar sobre lo buena que era su magia— ¿por qué le dicen la Casa de los Abandonados al Hogar?

—Porque ese es su nombre, niña. —le respondió con gesto serio por primera vez desde que había empezado a hablar, media hora atrás. —Todo el mundo sabe, bueno, tú al parecer no lo sabes, que allí es a donde van a parar todos los abandonados. ¿No te parece extraño que el supuesto “Hogar” esté a la salida de la ciudad o que nadie quiera ir para allá? —Anne asintió, sintiéndose de pronto avergonzada porque, en realidad, eso no le había pasado por la cabeza. — La gente que quiere parecer menos mala la llama “el Hogar” para parecer más buenos. ¿Entiendes? —Anne volvió a asentir.

Después de eso, ninguno de los dos dijo nada, por lo menos hasta que Claus detuvo el caballo frente a una cabaña, la única de la zona, algunos minutos más tarde. Se bajó de un salto del coche y ayudó a Anne a hacer lo mismo, ofreciéndole una mano.

—Esta es la Casa. ¿Vas a venir todos los días?

—Supongo que sí. Todo depende de lo que tenga que hacer aquí.

Claus la miró en silencio durante unos breves instantes y luego asintió, como si hubiese llegado a una importante conclusión. Parecía ser un gesto que hacía muy a menudo. Anne lo tomó en cuenta y lo anotó en la lista mental de “cosas que Claus hacía todo el tiempo”.

—Sí, vas a venir todos los días. Ya lo veras. Si quieres, yo puedo traerte. Tú sólo tienes que esperarme a la entrada del bosque y yo pasaré a buscarte.

—No, no tiene que hacer eso. —dijo, pero aun así estaba muriéndose de la felicidad por el ofrecimiento hecho por el hombre.

—No es nada. —Hizo un movimiento despectivo con la mano. —De todas formas, yo siempre voy y vengo por el bosque a esta hora. Y soy el ayudante principal de las Abandonadas, así que es mi deber encargarme de que vengas temprano a trabajar. Jo jo jo…

—Bueno, si usted insiste…

— ¡Insisto, insisto! —musitó fervientemente, con una sonrisa en el rostro. —Y ahora, niña rara, entra a trabajar. Tienes muchas cosas que hacer. —Se dio la vuelta y se subió a su coche de un salto. Tomó las riendas del caballo y antes de moverlas, se inclinó y le dio un empujoncito a Anne, alentándola a que se dirigiera a la casa.

Anne se animó a moverse hacia la puerta de entrada cuando ya Claus no estaba a la vista y el sonido de los cascos del caballo chocando contra el suelo no podía oírse.

Anne suspiró pesadamente antes de detenerse a unos pasos de distancia de la puerta. A pesar de todo no podía quejarse, por lo menos no mucho, pensó. Estaba en el lugar en el que tenía que estar, —más temprano de lo que había pensado, cabía agregar— y no le había costado mucho tiempo ni esfuerzo hacerlo. Era como si alguien hubiese puesto su mano de por medio, movido mágicamente algunos hilos y puesto a Claus en su camino expresamente para ayudarla.

El hombre, a pesar de lo extraño que era —físicamente era completamente diferente a lo que esperabas encontrar en el Hellaven— y de lo mucho que hablaba, era una buena persona la cual se había ofrecido amablemente a ayudarla aunque no sabía nada sobre ella; Anne no podía estarle más agradecida. Además, Claus, con su cháchara sin sentido, había logrado aligerar un poco la preocupación que se había apoderado de su cabeza…

O por lo menos lo había hecho mientras había estado cerca de ella. Ahora que estaba sola, frente a la puerta del Hogar, no se atrevía a levantar el brazo para tocar ni a dar un paso más, sintiendo como el miedo y la ansiedad tomaban el control de sus músculos.

Al final ella no tuvo que hacer nada, porque la puerta de entrada se abrió y una chica, quizás más joven que ella, con una vieja y descolorida bata y el rostro cubierto de feas cicatrices apareció tras ella. Anne tuvo que fruncir los labios y bajar la cabeza para no demostrar lo mucho le que le había afectado la vista que tenía enfrente. No era cortés mucho menos educado demostrar cualquier tipo de emoción cuando ves a una persona en ese estado, menos si ibas a tener que trabajar en su casa.

Anne tragó el nudo que se le había formado en la garganta y levantó la cabeza.

— ¿Quién eres y qué quieres? — fueron las rudas palabras que salieron de los labios de la otra chica, y Anne no pudo hacer nada más que encogerse de miedo. La expresión que había adoptado el rostro de la muchacha no ayudaba en lo más mínimo a hacerla lucir menos agresiva y peligrosa.

—Yo…—tragó nuevamente. — Yo soy una de las Hermanas y vine porque… porque tengo trabajo que hacer aquí. ¿Este es el… el Hogar… verdad? — era una pregunta estúpida, lo sabía, pero no se le había ocurrido nada más que decir.

— ¿Trabajo? —levantó una ceja, escéptica. —Y sí, este es el “Hogar”.

La chica se recostó del marco de la puerta con los brazos cruzados frente a su pecho. El escepticismo no había desaparecido de su rostro y miraba a Anne de arriba a abajo como si Anne fuese una criminal y ella la carcelera que está decidiendo en que celda ponerla. Anne estaba segura, por la forma en la que la miraba, en que si esa metáfora fuese cierta, la chica la hubiese puesta en la celda con las reclusas más peligrosas, sólo porque sí.

— ¡Amy!—escuchó Anne que llamaban desde algún lugar de la casa— ¿Por qué tardas tanto con nuestra invitada? ¡Tráela aquí inmediatamente!

Amy, porque así era como se llamaba la chica que había abierto la puerta, puso mala cara y empezó a murmurar cosas. Parecía una niña a la que le habían quitado su muñeca favorita.

—Sígueme— fue lo único que le dijo a Anne antes de darse la vuelta y emprender el trayecto rumbo al lugar desde el cual la habían llamado.

Anne se adentró en la Casa sin saber muy bien qué hacer o decir. Toda esa situación era muy, muy extraña, sin mencionar la sensación que se había apoderado de ella inmediatamente había puesto un pie en el vestíbulo y cerrado la puerta tras de sí. Ella no podía sentir el aire chispeando a su alrededor ni ver el brillo que solía haber en todas partes. El Hogar estaba oscuro, frío y muerto, contrario a las demás casas del Hellaven que parecían bullir y relucir con vida y magia.

El lugar estaba silencioso, excepto por el ruido que producían sus pisadas en el viejo suelo de madera o el frufrú de su capa. La chica frente a ella parecía seguir murmurando cosas, y se había desentendido completamente de Anne mientras la guiaba por la pequeña casa. Anne pudo ver como algunas puertas se abrían y cerraban, pero no podía ver a nadie detrás de ellas.

Cuando iba a preguntarle a Amy si en la casa había más personas, la joven se detuvo frente a una puerta a su derecha y la abrió sin muchas ceremonias o reverencias. Caminó por la estancia como si no le importase nada y se detuvo frente a una señora que estaba sentada en una silla de ruedas en el medio del salón, cerca de donde estaban los sofás.

—Aquí está la invitada, señora Jettkins. —musitó con retintín y Anne podía asegurar que lo había dicho entre dientes.

—Tardaste mucho. —le dijo como reprimenda y Amy casi había empezado a patalear. Casi.

—Usted siempre me arruina la diversión, señora Jettkins. ¿Por qué no me dejó divertirme un rato más con la nueva?

Para ese momento Anne estaba aturdida. La chica frente a ella, con la nueva expresión que había tomado su rostro, con la infantil pataleta que estaba armando, había perdido todo aire rudo y peligroso y se había convertido en una niña. Era cierto que las cicatrices seguían en su rostro, que seguían siendo feas, pero ya no le daban el terrible aspecto de antes —por lo menos no tanto.

—Porque ella no está aquí para convertirse en tu entretenimiento. —respondió secamente, la señora Jettkins, como si fuese algo muy obvio. —Ahora trae a los demás chicos. Ellos necesitan conocer a Anne.

Amy salió corriendo de la habitación sin quiera detenerse a hacer una reverencia o a responderle a la que parecía ser la jefa del lugar. Anne, en cambio, se quedó en su lugar cerca de la puerta sin saber qué hacer. No sentía dudas sobre el hecho de que la señora Jettkins sabía su nombre o que iba a llegar porque ella suponía que Nadhia había hablado con la mujer.

—Acércate, Anne. —la joven lo hizo hasta que estuvo frente a la anciana. —Bienvenida al Hogar. —le dijo con una sonrisa amable, cálida, la primera que Anne veía en un hellaveniano. —Espero que no te encuentres muy abrumada porque, para serte sincera, necesitaras estar en tus cinco sentidos para tratar con estos niños.

Y ni bien había terminado de decir estas palabras cuando la puerta se había abierto de nuevo y un grupo de niños que rondaban desde los cuatro o cinco años hasta los doce habían aparecido junto con Amy.

Anne asintió lentamente a lo que le había dicho la señora Jettkins, sintiendo como el nudo en su garganta se hacía más grande.

¿Qué clase de sitio era ese? Ese lugar era el más extraño al que hubiese ido en toda su vida, y eso, que estaba en un mundo que de por sí era extraño. Las personas que habitaban en esa casa eran todas diferentes a los hellavenianos con los que ella tenía meses tratando. Estos no parecían regirse por ninguna norma o regla, vivían libremente y eran en apariencia más parecidos a los terranos que a los de su propia raza... y no en el buen sentido de la palabra.

Anne estaba segura de que por eso habían terminado todos juntos viviendo allí. Y podía decir que estaba claramente abrumada y sorprendida, y agradecía el hecho de que la capucha cubría perfectamente su cara e impedía que los demás pudiesen ver la expresión de su rostro.

Y su confusión se debía a una sola cosa: la apariencia de las personas a su alrededor. Según le había dicho Edna cuando la había encontrado y habían tenido la charla sobre cómo había llegado hasta allí y dónde estaba, en el Hellaven no existía la fealdad ni las imperfecciones; esa era una de los aspectos que diferenciaban a los hellavenianos de los terranos. También le había dicho, que era muy extraño encontrarse con un anciano —uno de verdad— debido a que la forma en la que ellos envejecían era muy lenta y completamente diferente a la de un terrano.

Pero aquí estaba ella, en un lugar en el que cada persona en esa habitación tomaba esas palabras y las lanzaba a la basura, como si esa regla no fuese cierta o no se aplicase a esa parte del mundo. Amy era el principal ejemplo de eso, con su cara cubierta de cicatrices, o la señora Jettkins con su piel arrugada y sin brillo. Y los demás niños, algunos con defectos que ella no lograba ver, otros con defectos de nacimiento que, si bien eran comunes en la Tierra, aquí estaban bastante fuera de lugar.

Y quizás por eso ella dejó de sentirse abrumada para empezar a sentir pena y simpatía, aun sabiendo que sentir pena por alguien no era algo bueno. Y esto la llevó a relajarse y a sentirse más cómoda en ese lugar. El ambiente era bastante bueno, tranquilo y silencioso, contrario al Oráculo o los demás lugares en los que había estado; y las personas a su alrededor eran más puras y buenas, con un aura brillante y hermosa. Anne no podía sentirse más tranquila.

Las demás personas, contrario a Anne, no parecían estar pasando por el mismo mar de confusión que ella. Los ojos de cada uno de ellos estaban fijos en ella, como si pudiesen ver a través de la tela de su capa. Había curiosidad en la mayoría, pero también era bastante notoria la desconfianza, principalmente en Amy. Y ella no los culpaba, en realidad. Si ella hubiese sido relegada a vivir lejos de la civilización también desconfiaría de cualquiera que llegase de improviso, mucho más si estaban dentro de su hogar.

—Niños, esta es Anne, y va a estar con nosotros un tiempo, ayudándonos. Espero que se comporten y que no le den muchos disgustos. Y espero—hizo una pausa en la que los miró a todos detenidamente— que la traten bien. Si no lo hacen, ella no va a volver… Y no queremos eso, ¿verdad? —Todos los niños respondieron con un “Si, señora Jettkins” claro y alto. La susodicha sonrió y luego se giró un poco en su asiento para mirar a Anne—Ahora, ¿por qué no saludas a los chicos? Estoy segura de que ellos se mueren de la curiosidad por saber cómo eres.

Anne dudó unos instantes antes de bajarse la capucha y quitarse la capa, dejando sus manos en el aire cerca de su rostro. Y no lo había hecho para darle un efecto dramático al asunto, sino porque dudaba sobre cómo serían las reacciones de los demás. Ella no era vanidosa ni engreída, y muy pocas veces se consideró bonita, pero en estos momentos ella debía admitir que esa era la realidad. Ella era bonita y los hellavenianos a su alrededor, no. Quizás a ellos no les gustase este hecho, se revelasen y le hiciesen algo sólo por no ser diferente como ellos.

Y quizás fuesen preocupaciones estúpidas, pero en su caso eran validas. Ella estaba en un lugar en el que fácilmente le pudiesen hacer algo y nadie diría o haría nada. La conclusión más plausible con la que todos saldrían sería que ella misma se buscó ese final al ir al Hogar — era un lugar temido, después de todo.

La señora Jettkins parecía leer a través de ella como si fuese un libro abierto porque la alentó disimuladamente a que se quitara la capa y descubriese su rostro, asegurándole silenciosamente que no iba a pasarle nada. Anne, al ver la sonrisa de su rostro, decidió confiar en ella.

Los niños, a excepción de Amy, hicieron un ruidito de admiración, como si Anne fuese la cosa más bonita que ellos hubiesen visto en su corta vida; y era verdad, en realidad. Encerrados en esa casa día y noche, sin salir a ver lo que había a su alrededor, sin tener contacto con otras personas, era bastante probable que no supieran como eran los demás hellavenianos o las cosas propias de su mundo. Anne se sintió mal por ellos.

Todos se acercaron corriendo hacia ella y empezaron a tocarla por todas partes, como si no pudiesen creer que una persona fuese tan blanca, tuviese tantas pecas o fuese tan bonita. Esto no hizo sentir mejor a Anne en lo más mínimo, pero igual se dejó inspeccionar por las manitas curiosas de los niños, que tocaban su rostro y trazaban las pecas de sus brazos con sus pequeños deditos, sacándole sonrisas debido a las cosquillas.

Amy, desde su lugar en la puerta miraba la escena con disgusto y disconformidad, y le lanzaba miradas cargadas de sentimiento a la señora Jettkins, tratando de que la mujer se deshiciese de lo que la molestaba: Anne. La mujer había sido completamente absorbida por la escena que se desarrollaba frente a ella, ignorando a la otra joven. Y era simplemente por el hecho de que los niños estaban felices y parecían sentir cierto agrado por Anne.

Esos niños, todos ellos, habían llegado hasta esa casa recién nacidos, siendo abandonados por unos padres que estaban más pendientes de cumplir con los estándares del mundo que de sus propios hijos. Algunos habían llegado por sus defectos físicos, por no ser “bonitos”; otros, porque no podían hacer magia, sin importar que su apariencia fuese “aceptable”; y otros, en raros casos, porque había algo, algo diminuto, que los hacía imperfectos. Ese era el caso de Aileen, la única niña que no había ido a la reunión.

—Niños, dejen a Anne tranquila durante un momento. Ella necesita cambiarse de ropa ya que con esa no va a poder hacer gran cosa. —Los niños se alejaron de Anne con sonrisas en el rostro, y se acercaron al sofá, donde se acomodaron todos juntos, incluso unos encima de otros; pero no le despegaban los ojos de encima a Anne, por miedo a que se desvaneciera frente a sus jóvenes ojos. —Amy, consíguele algo de ropa y dile que es lo que tiene que hacer. Ambas tienen que aprovechar el día, ya que tienen mucho que hacer.

Amy se dio la vuelta, molesta como estaba, y guió el camino para Anne como lo había hecho antes. La llevó hasta el final del pasillo, dobló a la izquierda y luego siguió hasta la última habitación, en donde abrió la puerta e inmediatamente empezó a rebuscar en los cajones. Sacó unos pantalones holgados y un suéter descolorido y lo puso encima de la cama. Luego se recostó del buró como si nada estuviese pasando, diciéndole a Anne con ese gesto que no pensaba salir de la habitación; al parecer la chica también tenía curiosidad.

Anne empezó a cambiarse sin que le importase en lo más mínimo la mirada de la chica sobre ella. Había visto mujeres desnudas antes, cuando había tenido que cambiar de ropa a las modelos o tomarles algunas medidas. Además, ambas eran chicas y ambas tenían las mismas cosas en los mismos lugares, por lo que no era nada del otro mundo que Amy la viese mientras se cambiaba. Y ella no iba a estar completamente desnuda, así que…

— ¿Cuántos años tienes? —le preguntó Amy con gesto aburrido, como si no le interesase saberlo.

—Diecinueve, ¿y tú?

—Quince. —Fue su escueta respuesta, mientras se cruzaba de brazos. —No pareces de diecinueve. Te ves vieja para tener esa edad. —Anne no dijo nada. — ¿Sabes qué es lo que vas a hacer aquí?

—No. En el Oráculo no me dijeron nada excepto que tenía que “ayudar”. ¿Vas a decirme qué es lo que tengo que hacer? —sus palabras quedaron eclipsadas por el suéter, cuando se lo había pasado por la cabeza, por lo que tuvo que repetírselo a Amy.

—Limpiar, cuidar a los niños, esas cosas. —Amy se encogió de hombros y Anne asintió. —Si ya estas lista, vamos a limpiar; eso es lo más importante en estos momentos.

Cuando salieron de la habitación, pudieron ver a algunos niños escondidos en los rincones, espiándolas. Anne les sonrió y los saludó con un movimiento de la mano, ganándose alegres y risueñas risitas. Amy bufó delante de ella, y Anne se enderezó, poniéndose seria, como si alguien la hubiese regañado. Murmuró un débil “lo siento”, aun sabiendo que no había hecho nada malo.

—Espérame aquí. Voy a buscar unos trapos y unos cuantos cubos de agua. Lauren, busca las escobas y los trapeadores. —Le ordenó a una de las niñas que estaba escondida antes de desaparecer detrás de una puerta.

Los demás niños habían desaparecido silenciosamente, dejándola sola en medio del pasillo. Anne suspiró, recostándose de una pared. Había sido una pérdida de tiempo preocuparse por lo que iba a encontrar en el Hogar. Ese sitio no era malo ni tenebroso ni algo digno de temer. Todo estaba en la cabeza de los hellavenianos que no podían tolerar que en su “mundo perfecto” hubiese imperfecciones.

Ella estaba en una casa común y corriente, llena de gente que estaba más viva que cualquiera que ella hubiese visto antes. Los demás, con sus caras hermosas, su magia y su “vida perfecta”, no sonreían como lo hacían esos niños, ni parecían disfrutar de la vida como ellos lo hacían. Parecían maniquíes que se movían impulsados por su ego y su vanidad; y su magia, por supuesto.

La mayoría de los hellavenianos dependían de su magia como si ellos no pudiesen hacer nada por si solos, aun cuando sabían que la magia era limitada y si abusaban mucho de ella se debilitaban. La única persona con la que se había topado que no abusaba de su magia había sido Luke.

Él era más del tipo “hago las cosas por mí mismo”, utilizando su magia en contadas ocasiones. Y no lo hacía porque fuese débil o porque tuviese una vena ahorrativa y precavida, sino porque para él, no había un motivo de valía que lo impulsase a cruzarse de brazos y dejase que todo a su alrededor flotase gracias a la magia. Si él podía hacer algo, lo hacía utilizando sus dos manos y la fuerza de su cuerpo. Estaba vivo y podía moverse, así que, ¿por qué depender de otra cosa si él podía hacerlo?

Pensar en él trajo una sonrisa cargada de melancolía a su rostro y un mar de preguntas a su cabeza, pero se deshizo de ellas con un movimiento de cabeza y un suspiro. No valía la pena pensar en él, mucho menos en esos momentos. Así que se decantó por ponerse a revisar lo que había a su alrededor.

A los pocos minutos, la puerta a su derecha se abrió y una pequeña niña, envuelta en un arrugado vestidito rosa, con un larguísimo cabello dorado todo enmarañado cayendo por sus hombros y espalda, salió de la habitación. Tenía su manita izquierda en el marco de la puerta y la derecha ocupada quitándose el sueño de los ojos. Bostezó abiertamente y luego giró la cabeza en dirección a Anne, como si algo repentinamente hubiese llamado su atención. Un quejido de dolor salió de sus labios inmediatamente, y se encerró en la habitación al instante, no dándole tiempo a Anne a reaccionar; Amy apareció a los pocos segundos, con los trapos colgando de sus hombros.

— ¿Qué hiciste? —cuestionó con su voz cargada de dureza. La chica era más joven que ella pero era bastante obvio que no iba a dirigirse a Anne con respeto. No es como si a Anne eso realmente le preocupase o incomodase.

—Nada. Yo no me he movido de aquí. —Amy le dirigió una mirada cargada de escepticismo. —Una niña salió de esa habitación hace unos instantes…

Amy no la dejó terminar. Se quitó los trapos de encima y se los tiró, antes de dirigirse a la habitación. Anne la siguió, quedándose en el marco de la puerta, sin saber qué hacer. Sobre una de las camitas estaba la niña de antes, con su cabecita rubia cubierta por una almohada. Amy se sentó en la cama a su lado y empezó a acariciar su espalda afectivamente, mientras le preguntaba qué le pasaba. La niña, aun con la cabeza cubierta le había respondido con un simple “muy brillante”, que había dejado a Anne y a Amy algo confusas.

— ¿Qué quieres decir con eso, Aileen? ¿Muy brillante?

—Ella—alargó su bracito y señaló hacia donde estaba Anne, sin siquiera descubrirse el rostro. Cómo había descubierto que Anne estaba allí era un misterio para la chica. — Ella es muy brillante. Mis ojos… duelen.

— ¿Brillante? Yo no veo… Ah… ya entendí. —Amy la cubrió con la sábana y le dio unos golpecitos afectuosos en el trasero. —Yo me encargaré de mantener esta lamparita lejos de ti, entonces. ¿De acuerdo? —Aileen asintió, sintiéndose más relajada.

Amy, que al parecer se sentía muy feliz al encontrarse con alguien que no se sentía a gusto con Anne en la casa, se puso de pie con una sonrisa en el rostro y se dirigió hacia donde estaba Anne, sacándola bruscamente de la habitación.

—Vamos, lamparita, hay mucho que hacer.

A Anne no le dio tiempo a preguntar, replicar o decir algo, porque Amy la había puesto a limpiar la habitación de al lado sin siquiera darle tiempo a reaccionar. Amy, con un trapo en la mano, y aun con la sonrisa en el rostro, le lanzaba miradas a una confundida Anne, mientras tramaba qué cosas podía hacerle que no le trajesen problemas con la señora Jettkins, siendo lo último más importante que lo primero.

Metiendo uno de los trapos en un cubo de agua, y desempolvando una de las mesitas con otro, pensó que tenía tiempo de sobra para tramar cosas en contra de la nueva porque, de todas formas, la chica iba a estar mucho tiempo allí, quisiese o no.

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